La corrupción es una forma de violencia

La corrupción es una forma de violencia

María Gabriela Alvear Olmedo

Cofundadora de Diálogo Diverso y defensora de derechos humanos

¿Se han puesto a pensar en los efectos devastadores de la corrupción en las personas? ¿Al conocer noticias de casos de corrupción en su país se han sentido violentadas o violentados? ¿Pueden imaginar cómo la corrupción destruye a seres humanos, familias, agrupaciones, democracias y sociedades?

Sería importante que cada persona reflexione en las interrogantes planteadas. En mi caso, llevo años sintiendo dolor e indignación. He buscado demostrar las consecuencias de esa maloliente pandemia que inciden en nosotras y nosotros, desde lo más cotidiano hasta lo público. Las siguientes líneas escritas son aptas para que las lean quienes realmente deseen asumir el reto de indignarse personal y colectivamente, para actuar con el fin de salvar lo que queda del presente y hacer historia para el futuro de nuestra matria-Ecuador.

Entendamos la corrupción desde diferentes enfoques. En el Diccionario de la Política (Bobbio, Matteucci y Pasquino) se define como el “fenómeno por medio del cual un funcionario público es impulsado a actuar de modo distinto a los estándares normativos del sistema para favorecer intereses particulares a cambio de una recompensa”.

Desde al ámbito público, hay que tener muy presentes las siguientes categorías: cohecho, nepotismo y peculado. Estoy segura que, en varias ocasiones, la mayor parte de la población habrá escuchado estos términos, en especial en medios de comunicación, narrados o escritos, de manera muy simbólica, casi casi policial. Esto con el objetivo de llamar la atención sobre algo que configura un “escándalo” en donde hay dinero público de por medio.

Para quienes no tienen familiaridad con el derecho o la ciencia política, los conceptos de cohecho, nepotismo y peculado, pueden ser ajenos a su conocimiento, sin embargo, de lo que estoy plenamente segura es del efecto que causan en nuestros sentires. Es muy sencillo, más no simple de ejemplificar. Suenan a problemas sobre algo ilegal, de gente que está en el gobierno, en la justicia o en el legislativo.

La corrupción, vista desde el ámbito de la violencia, nos permite reflexionar desde una mirada que va más allá de lo legal. Es aquella que se relaciona de manera íntima con lo humano, por lo tanto con los derechos legítimos que tenemos las personas a exigir y monitorear la transparencia de la gestión pública.

Es importante analizar las relaciones de poder que ejercen quienes promueven actos de corrupción, frente a quienes se dejan corromper. Estas son una clara evidencia de las brechas que existen, relacionadas a necesidades o intereses que muchas personas queremos cumplir. La diferencia es que unas tomamos el camino largo, lleno de peldaños, que al final nos permite tener la tranquilidad de saber que, a lo largo de la vida, se hizo lo correcto (legítimo y legal) y de quienes deciden ascender en escalera eléctrica, rápidamente y sin mayor esfuerzo.

Insistiendo a pensar con más profundidad, la violencia indiscutiblemente es una forma de dolor, definida como una sensación que puede ser más intensa, subjetiva y desagradable. Es un modo de ejercer poder, impuesto a la fuerza y desigual.

La utilización indebida del dinero, favores políticos, incidencia en la justicia o influencias legislativas, impiden la progresividad de los derechos y generan un daño violento en el ámbito económico, político y social. Además, dificulta el cumplimiento de las funciones de las instituciones del Estado en conformidad con la Ley. Las políticas y programas sociales destinados a servir a quienes más lo necesitan no logran sus objetivos a costa de satisfacer los intereses de élites mezquinas.

La corrupción le arrebata el apoyo a una persona con discapacidad, a quienes viven con enfermedades catastróficas que necesitan que el Estado garantice su derecho a la salud y a la vida. Estos actos son tan letales que se llevan el dinero destinado para que una niña o niño pueda estudiar o para que una mujer embarazada acceda integralmente a la atención que merece.

Gracias a la corrupción, la discriminación por identidad sexo genérica, femicidios e infanticidios no tienen personal especializado que pueda investigar o políticas públicas encaminadas a la prevención de estas violencias. La población refugiada y migrante no tiene atención para su inclusión económica y social. Una persona adulta se ve limitada en su seguridad social. El sobreprecio en construcción, reparación o mantenimiento de carreteras que nos conectan desde las zonas más alejadas, nos niegan el acceso a infraestructura transparente y de calidad. El dinero que unos pocos se llevan nos quita la posibilidad de desarrollarnos, nos encarece y condena a vivir en pobreza.

La corrupción destruye la ética de las personas. Quien ha sucumbido a sus redes jamás volverá a ser alguien que se respete a sí mismo, tampoco respetará los derechos de los seres vivos, las leyes, la democracia y, en especial, de la sociedad. Los actos de corrupción empobrecen a las personas, destruyen instituciones, pudren a la clase política y generan una forma tóxica de relacionamiento entre lo público y lo privado.

Transparencia Internacional ubica al Ecuador, en el puesto 93 de los 180 países catalogados como los más corruptos del mundo. El Dr. Stephen Morris, experto en Ciencias Políticas, demostró que en América Latina hay poca confianza en los gobiernos. Además, expone la aceptación de que la corrupción es necesaria para que el servicio público sea ágil y favorable a intereses específicos. Esto quiere decir que las personas están naturalizando conductas de corrupción. Mientras más aceptadas sean socialmente, más fácil será lograr lo que necesiten. El Barómetro de las Américas Ecuador afirma que “uno de cada dos ecuatorianos pensaba que todos o más de la mitad de los políticos estaban involucrados en corrupción” (Resultados de la ronda 2016/17).

Kofi A. Annan, en el prefacio de la Convención de las Naciones Unidas Contra La Corrupción,  expresa lo siguiente: “La corrupción es una plaga insidiosa que tiene un amplio espectro de consecuencias corrosivas para la sociedad. Socava la democracia y el estado de derecho, da pie a violaciones de los derechos humanos, distorsiona los mercados, menoscaba la calidad de vida y permite el florecimiento de la delincuencia organizada, el terrorismo y otras amenazas a la seguridad humana”.

En Ecuador se han cumplido cuarenta años del retorno a la democracia. La corrupción ha sido una constante y lamentable realidad, unas veces más presente y otra intermitente. En el siglo XX e inicios del siglo XXI, expresábamos nuestro malestar en las calles y plazas. El hastío nos motivó a proponer “fuera todos”. En los últimos catorce años, tiempos en los que algunos cantaban “Patria tierra sagrada”, la transparencia fue un espejismo y, al final del día, los casos de corrupción abundaron. Ni siquiera respetaron las irreparables pérdidas del terremoto del pasado 16 de abril de 2016.

Hoy, en plena crisis humanitaria causada por el COVID-19, la promesa de realizar la “cirugía mayor a la corrupción” se ha quedado en proclama y, para colmo, se avecinan tiempos electorales. El descaro, irrespeto y apuro para cometer actos de corrupción se descubren cada día.

Estas y otras nefastas consecuencias explican, desde mi forma de sentir y pensar, el porqué la corrupción es una forma de violencia.

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